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¿Cómo me la maravillaría yo...?

Por Ignacio Muñoz.

“¿Cómo me la maravillaría yo para que la empresa, el producto o el servicio que estoy creando tengan un nombre sonoro, atrayente, ingenioso, distinto, evocador, descriptivo, memorizable, distinguible…?” La lista la puedes acabar tú, que es quien se hace la pregunta.

Buscar un nombre. Denominar. ”Naming”, lo llaman los anglosajones.

Probablemente, tú tienes un nombre de pila convencional: te llamas Pedro, o Marta. Y tu apellido es razonablemente común: Moreno, Ibáñez. Ésa es tu primera seña de identidad, es por lo que te conocen. Pero tú no has elegido llamarte Pedro Moreno, o Marta Ibáñez. Tu nombre es la combinación de una herencia familiar y de una decisión de tus padres.  Que, como en la mayoría de los casos, se portaron bien contigo. Porque cabía la posibilidad de que tu padre, apellidándose Fuertes, te pusiera de nombre Dolores… O te llamara Aitor, si se apellidaba Menta… Depende de lo gracioso que se sintiera el día que fue al registro.

El caso es que ahora la criatura es tuya y la decisión de ponerle un nombre, también.

Estás al frente de la empresa familiar, fundada hace muchos años por tu abuelo, y has decidido darle un impulso de modernidad. La compañía explota unos yacimientos mineros en tu provincia y tus clientes son empresas españolas.

Lo has hablado con colegas y con amigos;  has sacado el tema en casa y han opinado tu hijo mayor y tu cuñada, que es muy ingeniosa. Pero el caso es que no has conseguido aclarar nada.

Cuando fundó la empresa, tu abuelo la llamó “Yacimientos Pedro Moreno, S.A.”. Y, a su muerte, tu padre le cambió el nombre por el de “Yacimientos Hijos de Pedro Moreno, S.A.”.  En fin, muy sencillo y descriptivo. Unos años después, la moda impuso que la denominación fuera “YAPEMOSA”. Sonaba más “moderno”. Y era una suerte que tu empresa fuera una sociedad anónima, porque con una limitada habría sonado mucho peor;  cacofónico, incluso.

Los tiempos avanzan y las costumbres con ellos, de modo que al cabo de unos años, alguien sucumbió y decidió redenominarla y llamarla “Explotalia”. Buscaban algo que evocara su actividad empresarial –la explotación minera–, pero con una sonoridad de concepto clásico, que le diera una pátina de seriedad; algo así como un cierto regusto a latín macarrónico. Acuérdate de que hubo una época en que esta tendencia hizo furor…

Claro que hubo –según cambiaron las cosas más adelante– quien pensó que lo mejor era buscar un nombre que no tuviera nada que ver ni con el del dueño, ni con el de la actividad. Algo sonoro y onomatopéyico. Y más internacional: “Boomer” (y propuso completarlo con un “claim”: “Modern mining”).  No tuvo éxito la propuesta y aún estáis pensando en cómo llamarla y te haces la pregunta que encabeza este escrito.

¿Cuáles son las posibles moralejas de este corto cuento?

En primer lugar, que –sí, claro que sí– en esto del naming hay modas. Y que es fácil sucumbir a ellas. Pero también que parece lógico adecuar la denominación a los elementos que configuran la esencia de la empresa. Y ésta viene determinada por factores que han de ser analizados. Obviamente, su objeto social. Pero también, por supuesto, su mercado: ¿nacional? (entonces, ¿por qué “modern mining”).

Necesitaría mucho más espacio para intentar convencerte de la necesidad de alinear todos los elementos –los mencionados y otros muchos– para que la solución final sea adecuada. Por ejemplo, la sonoridad. Y la posibilidad de retenerlo y memorizarlo. O la diferenciación.

Nada hay en contra de un nombre o de otro, si el resultado es bueno. ¿Por qué no poner a tu empresa tu apellido? Schweppess lo hizo… ¿Acaso no es una buena idea un acrónimo? Endesa lo es; y lo mantiene pese a que la empresa ya no es ni nacional ni tan sólo de energía. ¿Qué hay en contra de que el nombre sea un neologismo, algo inventado que no guarda relación con el objeto social de la compañía? La telefónica O2 es un buen ejemplo.

Por supuesto, todo esto es aplicable tanto a la denominación de empresas como a la de productos: en definitiva, son marcas.

Pero para garantizar que el resultado es bueno, quizá haya que cumplir algunas reglas.  Si se trata de un producto (o un servicio) de la cartera de oferta de la empresa, ¿no has pensado que el nombre tiene que estar alineado –además de con todo lo anterior–  con su entorno más inmediato, con lo que convive a diario, con la “arquitectura de marca”?

Es razonable suponer que el segmento de mercado al que va dirigido (¿es lo mismo el público infantil que un grupo de hípsters?) predeterminará la denominación elegida.  ¿No es lógico pensar que todo tiene que guardar una coherencia y un equilibrio? Además, ¿no es evidente que el nombre elegido va a acabar plasmado en un diseño gráfico (un logo)? ¿No habrá que garantizar que el paso de la denominación a la imagen no sea un salto al vacío?

La palabra que has elegido suena bien. ¿Has comprobado que es así en todos los idiomas, o, al menos, en los territorios donde vas a comercializar tu producto? ¿Llamarías “Conchas de chocolate” a unos bizcochos de cacao con forma de vieira… en Argentina?

Ya está todo resuelto. Has pasado todos los filtros satisfactoriamente. ¿Cómo te quedas si te digo que el nombre que has elegido no es registrable por alguno de los numerosísimos motivos por los que puede ser rechazado?

No quiero ser agorero ni que pienses que te lo pongo difícil. Sólo pretendo hacerte ver que el bautismo de una marca es –¡claro que sí!– un acto creativo y de ingenio…, pero al que se llega después de un proceso de análisis y reflexión.

El objetivo es acertar, pero tampoco quiero asustarte y echarte para atrás: seguro que encuentras ayuda para este proceso. El nombre que elijas, aunque puedes cambiarlo, como también podrías con el tuyo, tiene que estar en el mercado muchos años…


 
Ignacio Muñoz, partner de Branward desde febrero de 2015. Member of the board of directors de RMGD SL Real Madrid C.F.; deputy managing diector de Banco Mapfre y director gerente de servicios de Caja Madrid..