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Dos profesores de la UOC analizan 25 años de ‘realities’

Por Ferran Lalueza y Francesc Núñez. Los reality shows actuales tienen sus antecedentes más directos en programas que nacieron en la década de los 90 del siglo pasado. Sin embargo, se pueden rastrear antecedentes más remotos como, por ejemplo, los espacios de cámara oculta (Candid camera) que se emitían en Estados Unidos ya en los años 40. En España, incluso antes de que TVE iniciara sus emisiones regulares en 1956, ya se grabaron a guisa de pruebas algunos programas sorprendentemente similares a los reality actuales. Es el caso del espacio ¿Quiere usted ser torero?, que data de 1948.

En esencia, los reality shows surgen de la voluntad de dar protagonismo televisivo a personas normales y corrientes. Hasta entonces esas personas, si aparecían en los informativos, era solo para alimentar la crónica de sucesos, mientras que en los programas de ficción quedaban totalmente desdibujadas a partir de recreaciones y reinterpretaciones sujetas a las convenciones propias de la narrativa cinematográfica. En este sentido, el reality show entronca con géneros considerados más nobles como el docudrama.

Para ser ecuánimes, conviene aclarar que la usual identificación de los reality shows con la telebasura, a pesar de estar bastante justificada, no es del todo justa. Un reality show no tiene por qué ser telebasura. Pueden existir realities de calidad, por más que repasando las parrillas televisivas actuales esto nos pueda parecer un oxímoron. El reality ¿Quién sabe dónde?, por ejemplo, nació en 1992 en La2 de TVE como un programa de servicio y de periodismo de investigación. Posteriormente, sin embargo, coincidiendo con su paso a La1, fue degenerando temporada tras temporada y el espacio acabó convertido en un epítome de la telebasura que en España había ido invadiendo la programación televisiva de los años 90.

Y es que, siguiendo el principio darwiniano del "todo por la audiencia", los reality shows que finalmente han sobrevivido y que hoy triunfan son particularmente groseros, estridentes y focalizados en lo más grotesco de la naturaleza humana, es decir, pura telebasura. Pero telebasura exitosa.

Empezaron transgrediendo provocativamente algunos límites deontológicos, morales y sociales hasta entonces intocables para conseguir la atención del mayor número de telespectadores posible. Esta actuación generó una espiral de transgresiones, porque cada vez hay que ultrapasar nuevos límites para interesar a una audiencia progresivamente inmune a las provocaciones. El resultado final es un "todo vale" donde desaparece el respeto por la dignidad de las personas y por los valores cívicos de las sociedades democráticas.

Esta espiral transgresora, sin embargo, no basta por sí sola para explicar el éxito de determinados reality shows. Su excepcionalidad, y lo que puede hacerlos atractivos a millones de personas, es que permiten experimentar con múltiples emociones. Nos pueden trasladar a situaciones que, sin dejar de ser normales, son excepcionales y plantean relaciones humanas que remueven, para bien o para mal, nuestras entrañas.

La mayoría de los humanos estamos biológicamente preparados para empatizar con las emociones que nos muestran nuestros congéneres. Es posible que tengamos neuronas preparadas para ello; lo que sienten los otros nos despierta simpatía o compasión. De hecho, sim-patía y com-pasión tienen una misma etimología: “sentir con”. Justamente, la esencia del reality show es mostrar al espectador, en el espacio controlado del plató-televisor, diferentes circunstancias en las que se ponen de manifiesto múltiples emociones y diferentes relaciones humanas, encomiables o despreciables, pero ante las que no es posible permanecer indiferente. Lo que vemos no solo nos conmueve y enternece o nos llena de indignación y de enojo, sino que también nos incita a manifestar nuestro juicio respecto a lo que se nos está mostrando. El reality show nos permite experimentar con situaciones para nosotros desconocidas y con las emociones que se nos muestran y también nos obliga a elaborar juicios en discusión con otros telespectadores, familiares o amigos. Tomamos partido y nos posicionamos ante lo que vemos y nos cuentan.

Podríamos encontrar cierta similitud entre lo que pasa con los realities y el cotilleo de toda la vida, en el mercado, en la peluquería, en el bar o ante la máquina de café en el pasillo de la empresa. Circulan historias que se exageran o se maquillan, se tergiversan y se interpretan. Y nos posicionamos indignados o compadecidos ante ellas. La diferencia, que no es pequeña, es que unas forman parte de la cotidianidad, mientras que las otras se publicitan y se nos ofrecen como espectáculo.

En una interpretación bienintencionada de este tipo de espectáculo, como si de una tragedia griega se tratara, podríamos hablar de “catarsis”, es decir, el reality nos libera de algunas tensiones o malos sentimientos. Así, podríamos hablar de un efecto pedagógico del reality, pues nos posiciona y nos aboca al diálogo y nos hace tomar partido. Estoy con uno o con otro de los protagonistas, simpatizo, compadezco o critico: “yo nunca haría eso”, “eso es lo que se debe de hacer” o… “vaya par de idiotas”. No hay opción para la indiferencia cuando estás ante la pantalla y debes de tomar partido.

Pero también cabe pensar que muchos de los ejemplos que nos brindan deberían de ser evitados, pues carecen de ejemplaridad. Como hemos dicho, el resultado final no es nada encomiable. No deja de ser sintomático que hoy identifiquemos reality shows y telebasura porque, de hecho, uno de los principales problemas de la telebasura es el hecho de que no complementa a la televisión de calidad, sino que tiende a reemplazarla en cada uno de los géneros en los que pone sus zarpas. Hay razones para pensar que nuestra sensibilidad moral y emocional tiene mucho que ver con lo que nos rodea: personas, imágenes, historias o emociones. De aquí que debamos apelar a nuestra libertad para encender o apagar una u otra pantalla.

 

Ferran Lalueza Bosch
Profesor de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la UOC
Director del programa de Publicidad y Relaciones Públicas

 

 

 

 

Francesc Núñez Mosteo­
Profesor de los Estudios de Artes y Humanidades de la UOC
Director del Máster 'Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas'­ de la UOC

 

 

 

 

En la imagen superior, ¿Quién quiere casarse con mi hijo? , de Cuatro