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Pianistas de un burdel

Sergio Rodríguez. Autor de lahistoriadelapublicidad.com

En los últimos meses la lista de supuestos publicitarios supuestamente implicados en casos de corrupción mallorquina se ha vuelto tan grotesca y nauseabunda (Joan Rosselló; Miguel Romero, de Nimbus; Raimundo Alabern; Joan Velasco y Albert Vergés, de Clave), que dicha relación de personas y agencias de publicidad provoca, además de asco, un enorme enfado para aquellos que amamos esta profesión hasta las entrañas además de, por supuesto, para el resto de ciudadanos.

Baleares jamás ha despuntado en la publicidad nacional. Tampoco lo está haciendo ahora, donde su notoriedad en términos profesionales es absolutamente inexistente para la mayor parte de los que “cocinan la publicidad patria”, fundamentalmente en Madrid y Barcelona, salvo en casos muy concretos de algunos trabajos en diseño gráfico, que si bien tiene una estrecha relación, no es publicidad en el sentido estricto de la palabra y apenas tienen una trascendencia que no sea la insular. Pero este escollo de “relevancia balear” lo acabamos de solventar gracias a unos cuantos. Por fin nos han situado en el mapa de la publicidad española. Ahora ya existimos; ya saben en la península que por aquí también se hacen anuncios, pero eso sí, con una tarjeta de visita de las más despreciables que puedan existir: la corrupción.

Quizás pueda parecer purista pero siempre me he inclinado por diferenciar entre publicitarios y vendedores de anuncios. Los primeros viven la publicidad hasta la extenuación; a los segundos quizás les pueda atraer trabajar en ella, pero nada más. Los primeros están permanentemente informados de lo que pasa en su sector, se nutren, están suscritos a revistas técnicas, forman parte de asociaciones profesionales y participan en ellas. Los segundos, los vendedores de anuncios, podrían estar vendiendo estos tanto como mantas zamoranas. No les corre la publicidad por las venas, jamás lo ha hecho. Están en la profesión por azar, por oportunismo, por intrusismo. No aman la publicidad y, en algunos casos, la violan constantemente, despreciando el trabajo de muchos publicitarios que, décadas atrás, se dejaron la vida en profesionalizar, tecnificar y dignificar una disciplina tremendamente enjuiciada a lo largo de su historia. Unos publicitarios que, por otro lado, procuraron cargarla de honestidad y de verdad porque entre otras cosas, lo que hacían tendría una trascendencia de la que no gozan muchos otros oficios.

 

Permítame un pequeño apunte histórico. Junto a Internet, el otro invento que cambió de una forma tan trascendental la vida del ser humano fue la imprenta. Con esta última, los periódicos se convirtieron en portavoces de muchos rincones del mundo y favorecieron la circulación de la información en un momento de plena oscuridad medieval. Pero éstos dependían de los privilegios reales del momento o, siglos después, del partido político en cuestión, por lo que los mismos eran auténticos vehículos de una comunicación engañosa y proselitista: la propaganda. La publicidad cambió esto. Los ingresos publicitarios permitieron una independencia y libertad a todos y cada uno de los medios de comunicación del planeta, sean periódicos, emisoras de radio o cadenas de televisión. Todos ellos sobreviven como empresas rentables gracias a los anuncios. Y esto es así aquí, en Mallorca y en cualquier otro punto del planeta. Y para llegar a esto, la publicidad se ha tenido que profesionalizar con el paso del tiempo y, sobre todo, formar bajo unos parámetros entre los que destacara la honestidad. A ello ha contribuido no solo la propia profesión, a través de muchas agencias, anunciantes, revistas técnicas o asociaciones (el organismo Autocontrol es clave en ello en los últimos años), sino por medio de las leyes, convirtiéndose así en la actividad económica más regulada del mundo. Por otro lado, la publicidad ha sido vital en dinamizar el consumo de todos los países desarrollados. Las grandes potencias económicas del planeta cuentan con las mayores industrias publicitarias. Si no se publicita, no se vende. Esto es de perogrullo. Una publicidad que no solo informa e invita a comprar más refrescos, sino que también trabaja por la prevención de accidentes de tráfico, por la captación de fondos para una ONG o para la presentación de un evento deportivo. También es cierto que la publicidad ha cometido sus excesos. La saturación publicitaria o los anuncios engañosos son dos lamentables ejemplos. Y el propio sector trabaja a diario para que estos no se produzcan.

Pero de vez en cuando ese juicio permanente, ese olor pestilente a azufre, vuelve. Lo triste es que lamentablemente lo haga de una forma totalmente nueva para el gran público, el cual, al fin y al cabo, es para el que trabajamos, para el que dirigimos los anuncios. Yo me pongo en su lugar y lo entiendo: si además de machacarles con la omnipresente publicidad, ahora ven que algunos supuestos” publicitarios supuestamente corruptos les roban dinero para lucrarse, pues ¡qué van a pensar! Que jamás nos quitaremos el sambenito de “los de la propaganda”.

Cualquier caso de corrupción es despreciable e intolerable. Si hay cargos políticos implicados en ello, el asunto se vuelve absolutamente execrable, pero si junto a ellos también aparecen personas que se lucran enarbolando la bandera de la publicidad, pues a mi y a los que nos enorgullecemos de trabajar en una de la profesiones más excitantes y maravillosas del planeta, nos subleva hacia unos límites insospechados.

Una de las frases más populares en nuestra profesión, originada cuando la publicidad sufría a hace décadas ese tinte sulfuroso que antes le comentaba, dice así: No le diga a mi madre que soy publicitario; dígale que soy pianista en un burdel. No me negará que no resulta recurrente en un momento en el que los burdeles y publicitarios están tan en boga en nuestra querida Mallorca.