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Las marcas de lujo en el nuevo mercado

Por Ignacio Muñoz.

Creo que la opinión pública se inclinaría por pensar –si hubiera una encuesta al respecto– que en medio de una generalizada crisis económica como la de los últimos años, el sector del lujo habría sufrido también un notable retroceso, paralelo al que experimentó el consumo en general, que se retrajo y disminuyó hasta niveles preocupantes.  Pero lo cierto es que no sólo no fue así, sino que de los 140 billones de dólares anuales de facturación en 2006, pasó a los 225 del año 2015 (1). Esto significa, en definitiva, que el mercado del lujo funciona como un submercado independiente, con un comportamiento distinto al del general. Es decir, que al margen de la contención o detracción de la demanda de bienes comunes, siempre hay demanda de bienes de lujo. Muchas son las razones que han propiciado ese sesenta por ciento de crecimiento, y todas tienen raíces sociológicas, que son a su vez consecuencias de los nuevos paradigmas económicos. Una de esas causas es, sin duda, la globalización, que –como resultado, entre otros factores, de la actual facilidad para viajar y comunicarse– no sólo ha creado un mercado único, transnacional, sino que ha cambiado el modelo de las relaciones sociales.  Lo que ha generado, a su vez, una creciente homogeneización de los gustos y las modas. Otra de las características del nuevo paradigma económico es la irrupción en el mercado masivo de consumo de  nuevos actores, como son China, Rusia y la India. Estos países han aportado al mercado del lujo unas nuevas clases acomodadas, que se han sumado con fruición al ya existente ­–y más maduro– de los países occidentales desarrollados y de Japón. Y la incorporación de este número elevado de individuos con gran capacidad adquisitiva y nuevos hábitos ha cambiado también en cierto modo el mundo del lujo.

Hace años, cuando todas estas circunstancias aún no se habían producido, el sector del lujo casi no era abordado por el marketing de manera diferenciada. Era marginal (lo que no quiere decir que no fuera importante) y se regía por reglas grabadas en piedra desde tiempos inmemoriales. Hoy, ante la evidencia de que el mercado del lujo no puede ya seguir tratando tan sólo de la producción y la distribución de unos pocos productos de gran tradición y alto precio para un elenco muy restringido de clientes, debemos convenir en que se ha desarrollado una auténtica rama especializada del marketing,  centrada en la gestión integral de las marcas de lujo. Así, reflexionando sobre las bases y las características de este sector y analizando el comportamiento de los compradores, se ha desarrollado todo un corpus teórico-práctico sobre la materia.

Productos de lujo

El primer aspecto a considerar en un análisis específico es la acotación de la gama de productos susceptibles de constituir el sector del lujo. A los iniciales y típicos productos de joyería, perfumería, complementos y moda en general (que son los que constituye la base de la evolución de la facturación con la que comenzábamos este artículo), se incorporaron los automóviles y los servicios de hostelería y turismo; a los que han acompañado, después, los productos electrónicos y de comunicaciones; la vivienda;  los servicios bancarios… Creo reseñable que una de las características de lo que puede considerarse como nuevos lujos es que se trata de servicios, no ya meramente  de productos físicos.

Una vez acotado el perímetro del sector, conviene dar un paso atrás para fijar una cuestión original, la gran pregunta: ¿qué es el lujo? Se me ha ocurrido que podría ser útil hacer un rápido escaneo sobre lo que este concepto significa en unos cuantos idiomas, por considerar que sería lo mismo que hacerlo sobre las diferentes cosmovisiones y modelos culturales aparejados, puesto que no otra cosa es el idioma. (2)

Partiremos de la definición en español, con sus distintas acepciones: “1. Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo. 2. Abundancia de cosas no necesarias. 3. Todo aquello que supera los medios necesarios de alguien para conseguirlo”. Como vemos, la asociación inmediata se establece con el exceso; pero, en particular, con el de cosas superfluas.

En cuanto al inglés (idioma que comparte una gran parte del mercado consumidor de lujo del mundo), resulta curiosa la diferencia entre cómo se define en el Reino Unido: “Algo caro o de alta calidad”; y cómo se hace en los Estados Unidos: “La condición de elegante o suntuoso”.

Son imprescindibles las definiciones que dan “los padres del lujo”, franceses e italianos. Para los galos: “1. Suntuosidad, exceso de gasto en el vestir, la mesa, la decoración, etc. 2. En sentido figurado, enorme abundancia, profusión, superfluidad”. Sorprende la que ofrecen los italianos, y no sólo por su prolijidad: “Ostentación de riqueza, de pompa, de magnificencia; tendencia generalizada (generalmente habitual, como estilo de vida), a gastos superfluos, incontrolados, por comprar y por el uso de objetos que, sea por la calidad o por la apariencia, no tienen una utilidad que corresponda a su precio y son vistos como satisfacción de la ambición y la vanidad más que por una necesidad real”.

Y, por último, no podíamos dejar de considerar la concepción del lujo en los idiomas de  tres de los mayores consumidores de productos de esta naturaleza: los japoneses, que lo son desde hace ya tiempo; y los recién llegados chinos y rusos. En japonés, las acepciones son: “1. Gasto de dinero o uso de algo que está más allá de la necesidad. 2. Algo que excede el límite o el nivel apropiados”.  Por su lado, el lujo es definido en ruso como: “1. Riqueza, alarde y esplendidez. 2. Demasía en comodidad, satisfacción o placer”. Y, para terminar, el idioma chino conceptúa el lujo de la siguiente manera: “1. Aplicado a la forma de vida: demasiado extravagante. 2. Aplicado a la arquitectura, el arte o la decoración: magnífico, extraordinariamente hermoso”.

Haciendo un somero ejercicio comparativo, encontramos en las definiciones algunos conceptos que, por compartidos por gran parte de las mismas, deberían ser tenidos en cuenta en una gestión diferenciada de las marcas de lujo: ostentación, irracionalidad, calidad, exceso, lo apropiado, lo superfluo, vanidad, belleza…  Es reseñable también que algunas de las definiciones, más que describir, parecen hacer referencia a motivaciones personales. Porque, llegados a este punto, debemos hacernos otra pregunta: ¿por qué una persona compra productos de lujo? Está claro que si la decisión de compra –en general, y en relación con el común de los artículos adquiridos– es fundamentalmente utilitaria, estamos casi seguros de que cuando se compra algo lujoso no es sólo para satisfacer una necesidad más o menos primaria (incluso el ocio podría considerarse tal en nuestra sociedad desarrollada). Tenemos que adentrarnos, por tanto, en los terrenos de la psicología y de la sociología. En la decisión de compra del lujo intervienen factores como la autoestima, la necesidad de diferenciación, la emulación, la autoafirmación y la identidad, la filiación y la necesidad de pertenencia al grupo…: el catálogo de razones es muy variado. También hay  presentes, de manera más o menos intensa, razones antropológicas, asociadas a patrones culturales. Todos estos posibles factores están apuntados de una u otra forma en las distintas definiciones transcritas. Y esto sin contar con que si en el proceso de compra de productos estándar pueden intervenir (y lo hacen) factores irracionales, lo pueden hacer (y lo hacen con mayor intensidad) en el proceso de compra de productos de lujo. Es reseñable que esta doble naturaleza ­–racional e irracional­– de los factores psicológicos de la decisión de compra se puede constatar en las definiciones ofrecidas. En definitiva, está claro que la gestión de las marcas de lujo, además de considerar la importancia de los factores psicológicos, debe ser especialmente sensible a las diferencias culturales, que están también en la base de la decisión de compra.

Globalización

Además, hay que tener en cuenta un nuevo elemento en el proceso de análisis que estamos desarrollando. A lo largo de la historia, el consumo de artículos de lujo ha estado asociado a un estilo de vida muy determinado, seguido por un segmento muy específico de la sociedad: las elites. Éstas, que eran quienes acumulaban la propiedad de la mayoría de los recursos económicos, se caracterizaban por rasgos muy definidos, como una mayor formación cultural, una más refinada educación del gusto, o un espíritu más cosmopolita que la media del de sus sociedades. Y que presentaban un perfil aún más peculiar porque además de compartir estos rasgos de clase, los transmitían de manera hereditaria. Este modelo válido durante muchos siglos sufrió un considerable vuelco como consecuencia del proceso de globalización del que hablábamos. Y cambió porque ésta modificó las barreras de entrada en este terreno de juego, de modo que podría decirse que la capacidad adquisitiva del posible comprador pasó a ser un elemento tanto o más determinante que su estilo de vida o su pertenencia a una clase social. El lujo ya no es, por tanto, algo asociado sólo o necesariamente al refinamiento o a la elevada formación estética.

En íntima relación con la reflexión anterior, vemos que la globalización ha producido, también y a pesar de la crisis económica por la que ha atravesado occidente durante los últimos años, dos nuevas consecuencias no menos importantes. Una, que la facilidad y la comodidad que los nuevos modelos de relaciones que definen la globalización ha propiciado un fácil acceso a los productos de lujo: los ha acercado a los mercados masivos. Otra, que la incorporación al mercado mundial de países emergentes ha supuesto la eclosión de un número considerable de nuevos actores: las nuevas clases adineradas que han liderado el desarrollo económico de estas economías pujantes. El ensanchamiento del mercado y las consecuentes nuevas consideraciones culturales produjeron nuevas formas de concebir el artículo de lujo. Una de ellas (la que primero se nos viene a la mente, por cierto) es que en determinado momento el producto de lujo se manifestó como un escaparate en sí mismo de la imagen gráfica de su marca: algo era de lujo si llevaba sobre su piel una profusión de logotipos. Una concepción autoicónica (si vale la expresión) del objeto de lujo.

Esta nueva oferta abundante, reiterada y a veces abrumadora de productos de lujo (en contra de la consideración del lujo como algo reservado, casi tabú, de antaño) dibujó un nuevo imaginario colectivo y produjo sus efectos en los factores psicológicos que configuran la decisión de compra de los nuevos compradores de las clases medias (y casi me atrevería a decir, también de las populares). Este afán de incorporarse al club del lujo provocó una ampliación por abajo de la oferta de estos productos, de modo que pudieran incorporarse por primera vez a su consumo –al menos relativamente– estos otros niveles sociales. Una consecuencia más de la democratización del lujo que estamos deduciendo.

Además, este ensanchamiento del mercado de lujo se complicó, a mi modo de ver, con  la irrupción en la ecuación de un factor indeseado: la falsificación. De este modo,  la facilidad de producir con un coste casi ridículo réplicas cada vez más perfeccionadas de artículos de lujo de precios muy elevados y que se caracterizaban sobre todo por ofrecer en sí mismos una abundante imagen gráfica de marca, mistificó (cuando no abiertamente pervirtió)  el significado del producto de lujo.

Parece evidente que hemos evolucionado de la consideración de la marca como logotipo a la marca como relación. Sólo de este modo puede explicarse que se observe un proceso de “desidentificación” del producto: de la asociación mental entre la abundancia de logos y la consideración del artículo como lujoso. No es que la marca como signo identificador haya dejado de ser importante, porque considero que nunca será así. Es como si nos dijeran que ya no es importante decir a tu interlocutor cómo te llamas para que pueda, además de llamarte por tu nombre, recordarte y buscarte más adelante; sencillamente, que no es necesario llevar una tarjeta de identificación colgada del cuello junto con otra con nuestro nombre en el bolsillo superior de la chaqueta, además de otra prendida del cinturón…, y encima pegarse en la frente un post-it que lo reitere. Excesivo, ¿no?. Se trata, creo, de que es más importante destacar con nitidez cuál es el factor diferenciador del producto: qué lo hace distinto, y por qué eso justifica su mayor precio. Que no tiene por qué ser una excesiva presencia de la imagen de la marca en el producto en sí.

Avanzando en el proceso de análisis de los factores que intervienen en el proceso de compra de un artículo de lujo, llegamos a uno con peso específico: la calidad.  De manera natural, cuando pensamos en un producto de lujo establecemos una relación inmediata con la calidad esperada. Puede decirse que es un axioma: “Si este artículo es de lujo, y por tanto caro, es bueno”. Esto significa que la calidad constituye un típico elemento definidor del producto de lujo. Ya hemos visto que hay concepciones del lujo en algún idioma que remiten directamente a la calidad como algo esencial. Pero en muchos casos, la calidad, por ser un factor esperado, puede ya no ser tan definitoria ni tan diferenciadora; y lo comprobamos cuando vemos que muchos productos que se han incorporado al universo del lujo buscan la diferenciación y la exclusividad por las prestaciones. Y no puede ser de otra manera, porque hoy en día gran parte de las personas que tienen capacidad económica para adquirir productos de lujo se inclinan por considerar las prestaciones como determinantes y asocian el lujo a este factor.

Los intangibles

Una prestación diferencial puede ser más “lujosa” que otros factores asociados tradicionalmente a esta consideración.

Lo cual nos lleva a la necesidad de replantearnos algunas cuestiones. Si, por una parte, se “democratiza” el consumo de lujo por el ensanchamiento de la base de potenciales clientes; si, por otra, la asociación mental entre lujo e imagen de marca de lujo (logotipo, por entendernos) vulgariza éste hasta casi degenerarlo; si, además, la calidad puede llegar a ser un factor no diferencial; si, para colmo, el producto puede ser falsificado y expuesto, por tanto, fuera de su hábitat natural, ¿qué hacer para salir de este círculo vicioso? ¿Cómo puede una marca distinguirse y ofrecer algo diferente  –y de lujo– en un mercado así? La respuesta podría estar, al menos en parte, en los intangibles: la atención al cliente y la consideración del acto de compra como una experiencia.

Relacionado con el intangible por excelencia, la atención al cliente, y para seguir complicando el análisis, hay que valorar un factor relativamente nuevo: el desarrollo del comercio on-line. De este modo, el acto de compra y la atención dispensada al cliente  por “el vendedor/la marca” han de analizarse de manera muy distinta según el medio en el que se produzcan, puesto que hay que hacer extensiva la atención de lujo propia de la relación presencial, basada en un trato exquisito, a un terreno con otras reglas, como es la red, a la que hay que saber trasladar el mismo tono de exquisitez. Es un desafío para las marcas conseguir que la relación que se establece con  el comprador en un medio como internet esté a la altura. Se trata por tanto de extender el concepto de “hospitality” en dos nuevas proyecciones: la primera, que lo lleve más allá de la simple “calidad de servicio”; y la segunda, que haga posible el desarrollo en la red del concepto sin menoscabo de su significado. Quiero dejar constancia de que siempre he hecho distinción entre relación presencial y relación por internet; nunca entre relación personal y relación impersonal, puesto que sería un imperdonable error pensar que la red despersonaliza el trato (y más aún en el sector del lujo).  Y en todo caso, además, es básico que se mantenga en vigor el principio de que  –en uno u otro campo de juego: la tienda  o internet– el servicio post-venta no ha dejado de tener importancia como parte de la relación con el cliente,  pues si algo caracteriza un buen producto (y más uno de lujo) es que la venta no acaba cuando se sale de la tienda.  Por lo tanto, es obligado: a proceso de venta de lujo, atención postventa de lujo.

En definitiva,  podemos deducir que todas estas circunstancias, con los cambios que han supuesto sobre los elementos que tradicionalmente constituían el mercado del lujo, han obligado a las marcas a redefinir el “customer journey” del proceso de compra. Pero, más aún, hacen indispensable repensar la razón misma por la que el individuo se convierte en potencial comprador de un producto de lujo, con todas las consideraciones psicológicas y culturales aparejadas. Cómo se consigue que un potencial cliente acabe por comprar el producto, claro; pero, sobre todo, qué hay que hacer para mantener su fidelidad; y qué debería ofrecerse para convertirle después en prescriptor de la propia marca. Quizá la reflexión de que la oferta de casi cualquier producto –también los de lujo­ puede ser igualada en el mercado en periodos de tiempo cada vez más corto, nos lleve a la conclusión de que poner el énfasis en lo que más difícilmente es imitable es la mejor solución para mantener un posicionamiento competitivo sostenible. Y nada más difícil de imitar que un producto que se ha convertido su marca en una experiencia para el cliente, real o potencial.

Estoy convencido de que todas estas consideraciones constituyen la raíz del modelo que gran parte de las marcas de lujo cultivan con éxito. Lo que las lleva a ser capaces de definir y establecer con sus audiencias sólidas relaciones personales, cargadas de significado y que van más allá del propio acto de compra. Relaciones  basadas no sólo en el cumplimiento de su promesa de marca, sino también establecidas a partir de un posicionamiento coherente. Pero además –y, quizá, sobre todo– porque parte de su éxito en este nuevo mercado radica en que han sabido convertir el proceso de compra en una auténtica experiencia para el cliente.

Notas:
Fuente: www.statista.com
Diccionarios: RAE (español); Oxford (inglés R.U.) y Webster´s (inglés EE.UU.); Academie Française (francés); Zingarelli (italiano); Daijisen (japonés); Ozhegov (ruso).



Ignacio M!ª Muñoz (Bilbao, 1959), después de trabajar como consultor de empresas y directivo en entidades financieras nacionales e internacionales durante más de treinta años, es ahora socio de Branward, consultora especializada en branding.