Por Aurora Heredia, Head of Digital en Burns
Para entender cómo está cambiando el sector desde la llegada de la IA, basta con asomarse a una mañana cualquiera a la agencia. No hace falta un gran proyecto; la rutina ya lo cuenta todo. Un martes cualquiera, 11:12h. El equipo creativo maqueta mockups para una ronda de ideas que hay que enviar antes del viernes. Unos metros más allá, diseño encadena 57 adaptaciones que, por algún motivo cósmico, tienen que entregarse hoy. Al fondo, alguien maldice porque Google lanzó la tercera actualización de la semana. Y en una esquina, un community manager detecta una tendencia que hay que convertir en contenido “si puede ser antes de comer”.
Mientras tanto, una directora de cuentas intenta condensar un RFP de 85 páginas para descifrar qué demonios está pidiendo el cliente. Innovación, por su parte, prototipa tres versiones de una app experiencial para responder al eterno “quiero algo que nadie haya visto antes”.
Es martes. Un martes cualquiera.
La escena parece caótica, pero es como decíamos tras la pandemia, la nueva normalidad. Y desde que la IA irrumpió con su oleada infinita de actualizaciones que “van a cambiarlo todo”, ese caos se ha multiplicado por mil. No es inmanejable, pero es intenso. A eso súmale una guerra paralela: la de los gurús que prometen 50 ideas en dos minutos. En teoría, posible. En la práctica, todos sabemos que entre esas 50, quizá tenga sentido una, y a esta una hay que inyectarle horas oficio: criterio, contexto y dirección creativa.
Uno de los cambios más visibles del post-IA está en cómo presentamos las ideas. Hasta hace poco más de un año muchas propuestas se defendían leyendo un guion frente a un documento estático, dejando demasiado espacio a la imaginación del cliente (y ya sabemos lo peligrosas que pueden ser las expectativas). Hoy llegamos a las reuniones con mockups y storyboards que muestran escenas, tonos y atmósferas antes de producir nada. ¿Se hace en una tarde? Ni de broma, son muchas horas. ¿Estas horas resultan una inversión? Sin duda.
La clave no está en las herramientas que usamos (a las que, en teoría, cualquiera podría acceder), sino en cómo trabajamos. En Burns llevamos tres años invirtiendo más horas de las que admitiríamos en público en aprender, actualizar y diseñar metodologías que encajen con esta nueva realidad: loops creativos, sprints de prototipado, flujos automatizados que quitan lastre sin tocar lo esencial. Ninguna máquina sustituye el ojo de un diseñador o la intuición de un creativo, pero sí puede liberarles de la parte más tediosa del proceso.
Y entonces aparece la verdad incómoda: la IA no necesariamente reduce trabajo; simplemente lo redistribuye. Todo aquello que antes pasaba desapercibido: criterio, dirección, intención, hoy concentra la mayor parte del esfuerzo. La IA abre caminos, sí, pero sigue siendo la mirada profesional la que decide cuáles merecen la pena.
En nuestro caso, y en el de la mayoría de clientes de Burns, donde los proyectos son muy a medida, la IA no simplifica tanto como algunos imaginan. El nivel de detalle, personalización y sutileza que exigen requiere una capa humana fina, casi artesanal. Eso sí: para marcas con necesidades más estándar o piezas menos críticas, la IA es un multiplicador que permite producir más, mejor y más rápido.
Volvamos al hilo: la diferencia no está entre usar IA o evitarla, sino entre integrarla con cabeza o dejarse arrastrar por el hype. Entre correr porque sí o correr porque sabes a dónde vas. Creo que la creatividad del futuro no será automática; será híbrida. Y precisamente por eso será más exigente.
Si algo ha cambiado este año no es que la tecnología piense por nosotros, sino que nos obliga a pensar mejor y más rápido. A elevar el criterio. A defender ideas con más intención. A decidir con más precisión qué merece nuestro tiempo y qué no.
Y quizá esa sea la parte que casi nadie cuenta de la IA: no te da ventaja por usarla, sino por saber dónde no usarla.

