La fragilidad de la idea creativa (parte 1)
Dani Moreno, 14 de mayo de 2025
► Desde que se conciben hasta que se ejecutan, la ideas atraviesan un proceso plagado de problemas, frenos y limitaciones que hacen peligrar el carácter creativo, innovador o disruptivo que las mismas ponen a disposición de las marcas para hacer negocio. Es el valor de la idea creativa, aportar diferenciación para llegar a ser relevante y conseguir hacer negocio. Pero el miedo (tanto del propio creativo del que nace la diea como de aquellos que tienen que sojuzgarla y autorizarla), el debate dentro de entornos no creativos o la indefensión ante esas métricas excesivas (un control férreo del cortoplacismo y la esclavitud del ROI, en cierto modo) la mayoría de las veces impiden que esas ideas brillantes se desarrollen como tal y acaben siendo un espejismo de su forma primigenia o incluso que no salgan del tan temido cajon.
Se le atribuye a Thomas Edison aquello de "La genialidad es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración". Con esta premisa muy presente, en El Publicista queremos averiguar por qué es tan frágil el trabajo del colectivo creativo en esta industria (o al menos arrojar algo de luz y generar debate en torno a esta realidad).
La inmensa mayoría de ideas creativas que nacen para ponerse al servicio de los anunciantes, de cara a generarles negocio o construir sus marcas, acaban en el cajón o la papelera. Las que pasan la revisión inicial muchas veces se transforman en otra cosa. Son pocas las que llegan intactas o inalterables al final del camino. Está claro que la creatividad es un recurso valioso, y más en la industria del marketing, pero ¿Por qué es tan frágil? ¿Por qué ocurre esto?
¿Por qué es tan complicado o difícil para el colectivo creativo defender una idea y sacarla adelante? Si la creatividad o las ideas innovadoras y diferentes son la base de todo el ejercicio publicitario y elemento clave en la estrategia de las marcas ¿por qué no se es más sensible en el proceso de gestación y ejecución de las campañas o proyectos?
En este sentido ¿Cómo se debe proteger/defender una idea en esta tormenta de escrutinio y cuestionamiento constante? En definitiva ¿Cómo se cuida a la creatividad para que no se erosione o desaparezca?
Para analizar esta realidad y dar posibles respuestas a esta problemática en El Publicista hemos hablado con una batería de destacados profesionales del sector, todo ellos referentes en las áreas de creatividad y estrategia y que “transaccionan” con ideas a diario dentro de sus agencias.
En el Especial Creatividad 2025 que alberga el número 523 de nuestra revista quincenal se ha publicado un resumen con las ideas clave, pero a continuación plasmamos el contenido al completo como parte del ejercicio, en el que han intervenido Gema Arias (Kitchen), José Arribas (Parnaso), Roberto Carreras (LLYC), Dani Bordás (Watson), Jorge Cervera (Siberia), Tania Riera (Ernest), Manuel Arranz (Coyote), Judith Cebrián (Grow), Lucía de la Vega (GettingBetter), Samantha Gunn y Lorraine Gallard (Plastic Pictures), Carlos Girón (Dissimility), Fran López (CLV), Noelia Fernández (Upartner Media), Arturo López (Publicis España) y Julia Muñiz (SO Media Group).
Roberto Carreras
Director senior de Marketing Solutions en LLYC
En un momento donde la Inteligencia Artificial está redefiniendo el proceso creativo… En un mundo donde las máquinas generan contenidos, imágenes, música y textos a velocidades vertiginosas, lo verdaderamente escaso, y valioso, sigue siendo esa chispa inicial: la idea creativa.
Sin embargo, ¿por qué esa chispa resulta tan frágil en la industria creativa? ¿Por qué, en una estructura que vive de la innovación y las ideas, tantas propuestas terminan en el cajón, deformadas o silenciadas antes de ver la luz? Y, sobre todo, ¿cómo afecta la irrupción de la IA a este ecosistema tan delicado? Toda idea creativa nace en un terreno vulnerable. Es un acto íntimo, muchas veces visceral. Como apuntaba Sir Ken Robinson, el sistema educativo (y por extensión, muchas estructuras empresariales) mata la creatividad porque fomenta el miedo al error en lugar del aprendizaje del fracaso. Y ese miedo, que está también incrustado en el proceso publicitario, suele ser el primer disparo que una idea recibe al nacer.
En la industria del marketing y la publicidad, las ideas tienen una peculiar paradoja: nacen para seducir, sorprender y generar impacto, pero deben pasar por múltiples filtros: briefs, clientes, departamentos legales, comités, timings y KPIs… Estos filtros, las obligan a transformarse, domesticarse, justificarse, moldearse.... Una idea brillante puede morir porque no encaja con el presupuesto, porque el cliente no la entiende, porque alguien teme arriesgar, o simplemente porque fue creada por la "agencia equivocada".
La llegada de la Inteligencia Artificial ha sido como un terremoto silencioso. Herramientas como Midjourney, ChatGPT, Runway o Sora están empezando a ocupar lugares que antes eran dominio exclusivo del pensamiento humano. No sustituyen el talento, pero cambian las reglas del juego.
“Las ideas no mueren por falta de talento. Mueren por exceso de dudas, por estructuras mal diseñadas y, ahora, por la automatización de ciertos procesos que hacen que la velocidad prime sobre la reflexión” Roberto Carreras (LLYC)
Porque la IA puede ser brillante generando variaciones, interpretando datos, acelerando procesos… pero sigue sin tener intuición, razón, experiencia... No siente vértigo, no se pregunta “¿y si…?”, no se enamora de una idea hasta el punto de defenderla contra todo pronóstico. Esa es la gran diferencia y también el gran valor del pensamiento creativo humano.
Como señalaba el creativo y autor Dave Trott, “la creatividad no consiste en tener mil ideas, sino en tener una que funcione y hacerla realidad”. Y es justo ahí donde está el problema: hacerla realidad. Las ideas no mueren por falta de talento. Mueren por exceso de dudas, por estructuras mal diseñadas y, ahora, por la automatización de ciertos procesos que hacen que la velocidad prime sobre la reflexión.
¿Cómo cuidar una idea en medio del caos? Cuidar una idea creativa implica entender que no es un producto terminado, sino un organismo vivo. Y eso requiere tiempo, escucha, contexto y valentía.
En un contexto hiper tecnológico, en el que todo se mide, se testa y se optimiza, el principal reto de los creativos no es tener ideas, sino protegerlas. Defenderlas frente al cliente, frente a los algoritmos, frente al miedo al error, frente a la falta de criterio. No se trata de blindarlas de toda crítica, sino de asegurarse de que no mueren antes de desarrollarse.
Y eso requiere un entorno cultural que valore la creatividad como un activo estratégico. Como dijo John Hegarty, fundador de BBH y una de las grandes figuras de la publicidad contemporánea, “si tratas la creatividad como un departamento, lo acabas marginando; si la pones en el centro, transforma toda la empresa”.
Quizás la mayor fortaleza de una idea creativa esté en su capacidad para resistir. Resistir a ser diluida, a ser ignorada, a ser transformada en un simple entregable. En ese sentido, cada idea que logra salir a la luz es, en sí misma, una forma de activismo. Una manera de decir que todavía hay espacio para lo humano, lo imperfecto, lo provocador, en una industria cada vez más dominada por dashboards, algoritmos y automatismos.
Entre los profesionales que debemos ser los responsables de repensar nuestra industria, en cualquier debate el futuro de la misma, cada vez debemos hablar más de repensar el modelo de agencia, de integrar nuevos perfiles como ingenieros de prompts, pero también de redefinir el rol del Director Creativo: ya no es exclusivamente un generador de ideas, sino un orquestador de inteligencia artificial. Es decir, como un mediador entre lo humano y lo artificial, entre la emoción y la lógica, entre la inspiración y la automatización.
Esto implica también asumir una nueva ética creativa: no basta con hacer campañas bonitas o efectivas; hay que preguntarse cómo se llegó a ellas, qué procesos las moldearon, qué ideas quedaron en el camino, y si la IA las mejoró o las debilitó.
Volviendo a Ken Robinson, una de sus frases más poderosas es: “si no estás preparado para equivocarte, nunca harás nada original”. Esa disposición al error, al absurdo, al ensayo y al desvío, es algo que la IA todavía no tiene. Y tal vez, por eso mismo, el futuro de la creatividad no esté en competir con la IA, sino en reivindicar lo que nos hace humanos: la imperfección, la intuición, el caos, la pasión.
Porque las ideas frágiles no son débiles. Son sensibles, sí, pero también resilientes. Y necesitan guardianes: personas, estructuras, culturas y decisiones que entiendan que detrás de cada gran campaña hubo primero una chispa diminuta, un momento de vértigo, una convicción que sobrevivió al ruido. Cuidar de esa fragilidad, con o sin IA, es, posiblemente, el reto más urgente de nuestra industria.
Dani Bordas
Director creativo en Watson
Tú ponte que un jarrón es una campaña de publicidad y que te han encargado uno bien lustroso, de esos que encuentras en una casa a la que te invitan y dices, jo, macho, menudo jarrón. La cuestión es que, además, ya que estamos, tiene que ser funcional, delicado y resistente. El Messi de los jarrones, si tal cosa existiese.
Ahora ponte en que una idea es un pegote de arcilla. Por supuesto, como pasa con casi todo, las hay malas, regulares y buenas; y eso marca mucho lo que pueda suceder después. Pero para no pecar de dramáticos antes de tiempo, partamos de la base de que tenemos la más increíble del mundo. La Messi de las arcillas, si tal cosa existiese.
Ese pegote informe, aunque prometedor, per se no es muy diferente a una catalina de las que deja sin recoger tu vecina cuando saca al perrito a pasear; pero ahí estás tú para hacer la magia de la alfarería. Te preparaste, fuiste incluso a una carísima escuela donde los mejores alfareros te enseñaron a ser uno con la arcilla, y en este momento nada te impide darle la forma adecuada. La que deje boquiabierto al mundo, que lo cambie, incluso.
Te remangas, te atas el delantal de las grandes ocasiones, mojas los dedos en agua, pisas el pedal del torno y… vaya, se nos olvidó comentar que el cliente quiere el jarrón para pasado mañana. Él sabe que, por mucho que corras, en menos de tres días no va a estar seco ni de coña. Y eso dando por sentado que estarás completamente centrado en su pedido, obviando que un rato antes él mismo te había colado de favorcillo cuatro cuencos para los huesos de las aceitunas. Pero, chico, la vida es así.
Total, que un “no sé, tú eres el que sabe de esto” después, quitas un par de pellizcos de arcilla para ver si haciéndolo más pequeño y más fino, aunque no quede tan guay como pretendías, por lo menos, llega rígido.
Respiras hondo, te encomiendas a Demi Moore en Ghost y p’alante. Aquello empieza a girar, estás a gustísimo, has nacido para eso. La pena es que el torno no sea el más bueno del mercado y se para a veces porque se sobrecalienta. Otra puñetita más en el camino. No pasa nada, en lo que se enfría, te concentras en tu antebrazo leyendo la palabra “Resiliencia” que te tatuaste en aquel estudio de Malasaña al que iban muchos futbolistas. De Segunda. B.
Rrrrrrrr… venga, parece que tira. Ahora colocas los dedos así y luego asá, mantienes el pulso firme, usas una serie de utensilios que sobra explicar aquí porque estamos entre profesionales del gremio et voilà! Mmmmmmmm… Un churro. Te lo tiran, fijo. Manejas material sensible que, a la mínima, desluce. Así que, vuelta a empezar y te has fumado una jornada. Se viene agotadora noche de bostezos, pizza y lloros en el taller. ¡Chof! Ha perdido frescura y está un poco sobada, pero algo bueno tendrá que salir de esa arcilla. Rrrrrrrr…
Amanece y los primeros rayos de sol atraviesan el cristal de la ventana e inciden sobre el fruto de tu esfuerzo. Ey, te convence. No es perfecto y se aleja de lo que tenías en la cabeza, pero con un par de truquitos de horno y disimulando cuando llegue el turno de la pintura, podría hasta exponerse en varias galerías que solo visitan otros alfareros y, con suerte, los de Metrópolis se pasan para grabar un reportaje que emitirán un lunes a las tantas de la madrugada por La 2. Qué contento estás.
A lo tonto, son las nueve y van apareciendo en la fábrica los compañeros. Apenas han dejado las chaquetas en sus sillas, se dirigen con la mirada fija y el rostro impertérrito hacia el jarrón. Silencio.
Tú, por rellenar, arrancas a dar explicaciones y les cuentas lo del tiempo, lo del torno y lo de las pruebas fallidas. Mmmmm…, dice una. Me mola, pero me da miedo que sea demasiado moderno; duda otro. Igual podemos aplicar colores más tradicionales, propone un tercero. Silencio.
¡Chof! Rrrrrrrr…
Dos no pelean si uno no quiere. Y como ellos no quieren, pues ahí estás tú con un segundo jarrón hecho a partir de otro pegote de arcilla, por cierto, de peor calidad. Anyway, porque en este sector se usan palabras en inglés sin venir a cuento, malo será que no se venda ninguno, estabais pensando cuando sonó el timbre: el cliente hace acto de presencia. Todos firmes.
Tras unas cordiales palabras de bienvenida, se planta delante de los dos jarrones y los observa. Se masca la tensión. Por fin, se viene el veredicto: no le gustan. O sea, sí que le gustan, pero ya viéndolos, mejor que no. Además, reflexiona en alto, ¿y si fuese un ánfora romana? Pues nada. Al cajón. Quién sabe, quizás algún día se puedan reutilizar. Al menos el primero, el bueno. Sería una pena que no viera la luz ese precioso jarrón hecho con la Messi de las arcillas, si tal cosa existiese.
A una idea la mata un no. Uno solo. Y el entorno publicitario es una jungla llena de “No lo veo”, “No lo entiendo”, “No es el momento”, “No hay tiempo”, “No hay dinero”, “No es lo que quiero”, “No refleja completamente el brief”, “No hay brief”, “No elegimos bien el casting” o el letal “Sí, pero no”. Que una idea, buena, llegue sana y salva a ser realidad es un milagro digno de admiración. Por eso, cuando sucede, nos reconcilia a todos con la profesión.
¿Y este milagro podría suceder más a menudo? Sí. Y solo habría que hacer lo mismo que se hace de forma natural cuando se llama a un fontanero: confiar en el que sabe. Orientar bien con lo que se quiere, procurar el tiempo y los medios necesarios y sentarse a comer palomitas mientras lo ves trabajar. Parece fácil, ¿no?
P.D. Ninguna idea fue maltratada durante la elaboración de este texto. El jarrón, por supuesto, sigue cogiendo polvo en una estantería.
Gema Arias
Directora general de estrategia creativa en Kitchen
Si hasta hay gente que llega al médico con el diagnóstico hecho y que se automedica, ¿cómo no va a opinar sobre las ideas publicitarias todo pichichi?
Hace ya algún tiempo que perdimos el respeto por los sabios, por los expertos, por los maestros (a las sabias, expertas y maestras se les ha tenido poco respeto históricamente, así que no ha hecho falta que se lo perdamos) y lo que antes era territorio de los cuñados, hace ya algún tiempo que es lo normal. Ahora todos sabemos de todo porque hemos visto un vídeo en YouTube o hemos leído un hilo en la antigua Twitter (aunque yo ya no sé lo que se lee allí porque tengo aprecio por mi salud mental) o se lo hemos preguntado a la IA. ¿Por qué iba a ser diferente con las ideas publicitarias, que como toda idea creativa tienen una parte muy grande de subjetividad y una gran facilidad para ser maleables?
Pero diría que en este mundo de sabiduría populista, me preocupa todavía más, que lo que esté en cuestión no sea una u otra idea sino la creatividad en sí misma. En un mundo en el que creemos que todo se puede medir y que al poder medirse se eliminan riesgos, la creatividad lo tiene complicado. La creatividad implica ciertos riesgos, siempre, pero el problema es que no asumiéndolos, también se puede seguir viviendo. No sabemos cuánto tiempo, pero se puede. Y ese afán desmedido por medirlo todo, nos ha colocado en un universo cortoplacista que le viene como anillo al dedo al miedo al riesgo.
“En un mundo en el que creemos que todo se puede medir y que al poder medirse se eliminan riesgos, la creatividad lo tiene complicado. La creatividad implica ciertos riesgos, siempre, pero el problema es que no asumiéndolos, también se puede seguir viviendo” Gema Arias (Kitchen)
Hemos creído que eliminar el riesgo nos asegura el éxito, cuando en realidad lo único que nos estamos asegurando es formar parte de la nube gigante de ruido en la que vivimos inmersos. Porque la creatividad sin riesgo es como una ensaladilla sin gamba: te la comes y te quita el hambre, pero no deja huella, no se la recomiendas a nadie, ni siquiera a tu cuñado. Y la publicidad, si no cambia algo -una percepción, una emoción, una conducta- no está haciendo bien tu trabajo. Digan lo que digan las métricas.
Para que la creatividad agarre y por lo tanto para que las ideas dejen de ser entes frágiles y maleables, se necesita un contexto adecuado. En realidad, lo frágil no son las ideas, lo frágil es el contexto en el que nacen las ideas. Porque si no son el fruto de un proceso de construcción colaborativa (agencia-marca), su delicada vida se convierte en una carrera de obstáculos en la que los diferentes validadores o bien no quieren asumir el riesgo ajeno o simplemente no tienen el tiempo o la sensibilidad para encontrar el valor de una buena idea y con esas dinámicas lo raro no es que las ideas se estropeen por el camino, lo raro es que alguna llegue viva.
Hay una desconexión preocupante entre la fe que decimos tener en la creatividad como activo estratégico y la forma en la que la gestionamos. Los tiempos que manejamos, los presupuestos que destinamos y la cantidad de canales que nos obligamos a alimentar diariamente, nos encierran en la rueda de hámster y todos sabemos que estamos ahí, dando vueltas, pero tenemos miedo a bajarnos, no vaya a ser que la rueda se pare definitivamente y para qué queremos más, aunque para bien de todos, hay quien se baja. Hay quién se arremanga, entiende, hace equipo, reta, exige, suma y asume. Y cuando eso pasa, las ideas sólo pueden hacerse mejores y más grandes, porque no son del equipo creativo o de la agencia. Son de la marca y con suerte, de los consumidores. Porque las buenas ideas no se imponen se comparten. Una idea, por muy brillante que sea, no sobrevive por su cara bonita. Necesita aliados. Necesita que alguien la escuche y la entienda. Que alguien la cuide. Que alguien la mire más allá del PowerPoint. Necesita personas que estén dispuestas a asumir un poco de riesgo porque confían en el propósito que hay detrás. Personas que entiendan que la creatividad no es un capricho, sino una herramienta potentísima. Necesita ser colectiva.
Cuidar de la creatividad es entender que no hay atajos. Que no todo lo que importa se puede medir y que no todo lo que se mide importa. Es asumir que las ideas no son ristras de datos con una única lectura, que las ideas están vivas, que necesitan de intuición, experiencia y sí, también, de un entorno en el que no se premie solo el resultado, sino también el proceso.
Un proceso en el que se valore la exploración y no solo la eficiencia. En el que se escuche más y se tema menos. Porque si no aprendemos a cuidar las ideas desde que nacen, si no las protegemos del atajo, del miedo, de la prisa, del algoritmo y del Excel, si no frenamos a los sabios de Tik Tok y a los de “eso la IA te lo hace en un momento”, lo que estaremos cargándonos no es solo una campaña, es la relevancia de nuestra industria.
Y no hay que ser muy sabia para saber que eso sí que no podemos permitirnos perderlo.
Jorge Cervera
Director creativo ejecutivo en Siberia
Las ideas son como decisiones en la vida: frágiles, inciertas, necesarias. Y, sobre todo, valientes. En la industria creativa una idea nace como un susurro, como una chispa débil que necesita aire para convertirse en fuego. Sin embargo, rara vez se le da el oxígeno que necesita. Al contrario, lo habitual es que reciba viento en contra, que tropiece con filtros, miedos, ajustes, revisiones, opiniones, egos y capas de “lo de siempre” antes de siquiera haber dado sus primeros pasos.
¿Por qué es tan frágil la idea creativa? Porque tenemos miedo. Miedo a lo nuevo, a lo arriesgado, a lo que se aleja de la zona de confort. Y en el proceso de dar forma a una campaña -que pasa por planners, cuentas, clientes, validadores, directivos, presupuestos, timings y rounds de aprobación- ese miedo se disfraza de prudencia, de estrategia, de lógica. Pero, en el fondo, es miedo a lo que no conocemos.
Las ideas, como las decisiones valientes en la vida, no siempre son cómodas. Pero suelen ser las correctas. El problema es que, en esta industria, lo correcto se enfrenta muchas veces a lo que es más fácil de aprobar.
Siempre he pensado que una idea es como un hijo. La concibes con emoción, la imaginas creciendo y brillando, y te sientes responsable de su futuro. Pero en cuanto la compartes, empieza la verdadera batalla: defenderla, convencer, hacer que otros la vean, exponer una y mil veces su potencial.
Criar una idea es también un acto de fe. Porque creer en una idea implica sumarse a ella como equipo, no simplemente validarla con un “sí, está bien”. Implica cuidarla, entender su esencia, y luchar para que no pierda su alma en cada ajuste.
Las ideas no necesitan protección en forma de rigidez. Necesitan protección emocional, confianza y respeto. Un entorno que no les pida parecerse a lo anterior para ser aceptadas, sino que les permita ser distintas para tener un impacto.
Lo paradójico es que vivimos en una industria que rinde culto a la creatividad, pero al mismo tiempo la somete a un proceso de desgaste constante. Se le exige que sea valiente, disruptiva, emocional… pero también que no moleste, no incomode, no cuestione. Queremos ideas que destaquen, pero nos asusta cuando lo hacen demasiado. Queremos campañas que rompan moldes, pero con garantías. Queremos lo nuevo, pero con la validación de lo viejo. Y ahí es donde la creatividad empieza a erosionarse. Porque la creatividad no muere cuando una idea se descarta. Muere cuando se transforma tanto que ya no se reconoce.
“Creer en una idea es un acto de fe. Y fe no significa cerrar los ojos: significa abrirlos con más fuerza. Entender qué quiere decir, lo que pide, lo que necesita. No protegerla con rigidez, sino con confianza. No exigirle que se parezca a lo anterior, sino dejarle ser lo que quiera ser” Jorge Cervera (Siberia)
La fragilidad de las ideas también tiene que ver con la cultura interna de nuestras agencias y equipos. Cuando el escrutinio se convierte en demolición, no en construcción, las ideas dejan de florecer. Las mejores ideas no nacen perfectas. Se construyen, se afinan, se enriquecen. Pero eso solo es posible si el entorno es uno de confianza, escucha activa y colaboración real. Si todos los que participan en el proceso creativo se suman como aliados de la idea, y no como jueces.
En lugar de preguntarnos ¿cómo la matamos?, deberíamos preguntarnos ¿cómo la hacemos crecer?. Para mí las claves para proteger y hacer grandes las ideas y la creatividad tienen varios estamentos o momentos: hay que creer primero y cuestionar después (dale a la idea el beneficio de la duda. No mates lo nuevo antes de entender qué quiere decir); hay que sumar miradas, no filtros (cuantas más perspectivas se sumen desde la empatía, mejor se construye. Pero si cada mirada es un filtro, la idea se diluye); hay que crear desde el equipo, no desde el ego (cuando una idea se convierte en un proyecto compartido, se defiende con más pasión y más argumentos); hay que aceptar que lo incómodo es parte del proceso (las mejores ideas no son cómodas al principio. Pero lo que incomoda, muchas veces transforma); y también hay que cuidar el entorno creativo (fomentar una cultura que valore la valentía, el error y la exploración. Porque las ideas necesitan libertad para volar, no jaulas para encajar. Porque al final, lo que queda…).
Hay algo profundamente humano en una idea. Una mezcla de intuición, deseo, visión, riesgo, narrativa. Algo que no se puede medir del todo, ni justificar por completo. Y eso es precisamente lo que las hace mágicas. Por eso las ideas son frágiles. Porque son humanas. Y como todo lo humano, solo sobreviven si se les cree, se las cuida y se las respeta. No deberíamos tener miedo de apostar por ellas. De hecho, deberíamos tener miedo de no hacerlo. Porque sin ideas valientes, nuestra industria pierde su razón de ser.
Los mejores proyectos en los que he trabajado no han salido de grandes estructuras ni fórmulas infalibles. Han salido de esa mezcla un poco caótica (y muy bonita) de una persona con hambre, un par de compañeros con comentarios que suman, y un equipo que en vez de meter filtros, mete ganas. Cuando no hay garantías, cuando estás empezando o cuando simplemente te dejas llevar más por el corazón que por los likes, aparece algo que se parece mucho a la magia. Esa inocencia del principio, esa primera vez que te tiras a la piscina sin saber si hay agua. Ese momento en que no piensas en la validación, ni en el premio, ni en la video caso. Solo en la idea.
Las ideas, como las decisiones que de verdad importan, son frágiles, inciertas… y totalmente necesarias. No nacen listas para rodar. Nacen pequeñas, feas a veces, sin recursos, sin tono. Pero si alguien cree en ellas, si hay quien se las tome en serio aunque aún estén en pañales, pueden crecer. Pero para eso, hay que dejar de ponerles filtros y empezar a ponerles cariño.
En esta industria hablamos mucho de creatividad, pero a veces nos olvidamos de que crear no es solo tener una buena ocurrencia, sino construir un lugar seguro para que esa ocurrencia se convierta en algo real. Algo que toque, que emocione, que mueva.
Una idea es como un hijo punk: no viene con instrucciones, hace ruido, y probablemente no encaje a la primera. Pero si te importa de verdad, la defiendes. Aunque te la tiren, aunque tengas que pelear por ella en charlas infinitas, aunque te pregunten “¿tienes otra más?”.
Creer en una idea es un acto de fe. Y fe no significa cerrar los ojos: significa abrirlos con más fuerza. Entender qué quiere decir, lo que pide, lo que necesita. No protegerla con rigidez, sino con confianza. No exigirle que se parezca a lo anterior, sino dejarle ser lo que quiera ser.
Cuando pienso en los mejores equipos, no pienso en estructuras, ni en organigramas. Pienso en esos momentos donde arte, redacción, cuentas, producción, todos a una, se suben al barco con una idea que aún está por hacer. Cuando la redacción se mete en el rodaje. Cuando producción no te dice “esto no se puede” sino “vamos a intentarlo”. Cuando arte mete un cambio de color que nadie pidió, pero lo mejora todo. Ahí es donde la idea deja de ser frágil. Ahí es donde se convierte en nuestra.
Y no solo desde la agencia. Porque del otro lado, en los equipos de marketing de las marcas, también hay una responsabilidad clave: la de atreverse. Atreverse a creer en la idea antes de que esté terminada. A sumarse como parte del equipo, aunque no se haya cocinado en casa. A defenderla puertas adentro, a pelear con argumentos, incluso cuando eso signifique incomodar a dirección, ventas o legal. Porque hay pocos directores de marketing valientes no por falta de talento, sino porque es más cómodo no discutir. Pero si no se sale de la zona de confort, si no se educa internamente, si no se apuesta por lo nuevo, entonces no se construyen campañas memorables: se aprueban las de siempre. Y eso no transforma nada.
Manuel Arranz
Director creativo en Coyote
Después de más de 15 años trabajando en el sector de la creatividad, si hay algo que sigo sintiendo igual que el primer día es esa sensación que aparece justo antes de compartir una idea con alguien. Para mí, es una mezcla de ilusión, vértigo y pudor. De valentía y miedo. Porque, por muy seguro que esté de que tengo una idea potente entre manos, al ser algo tan subjetivo, nunca sé qué va a pensar la otra parte cuando la escuche.
Con el tiempo aprendes a hacer callo. Descubres tus truquitos para contar mejor tu idea a todo el mundo. Pero por dentro, sigues sintiéndote como un flan.
Está claro que no todas las ideas son un WOOOW. Nuestras cabezas son capaces de lo mejor, pero también de sacar cosas que quizá nunca deberían haber visto la luz. Y durante estos años, viendo el proceso creativo de una idea, he comprobado que se puede construir igual de rápido que se destruye. Por eso tendemos a pensar que son frágiles. Pero quizá lo que en realidad es frágil no es la idea en sí misma, sino la confianza que tenemos en ella. El ruido, las prisas, el miedo, las dudas… eso es lo que muchas veces termina matando ideas que podrían haber sido muy buenas.
A día de hoy sigo pensando ideas, como siempre. Eso no ha cambiado. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que lo difícil no es solo tenerlas, sino saber ponerlas en valor. Ser justo. Saber cuándo una idea no funciona porque realmente no era buena… o cuándo lo que la ha matado han sido los factores externos. Porque una cosa es rendirse a tiempo y otra muy distinta es dejar que una buena idea se pierda por no haber sabido defenderla. Y es que una idea no solo lucha por su valía, también tiene que sobrevivir a todo lo que la rodea.
Pensando en algunas de las batallas con las que me suelo cruzar con mayor o menor éxito hay una que se me viene rápidamente a la cabeza: el miedo. No el miedo a contar tu propia idea, que eso se supera, sino el miedo a salirse del camino seguro. A pensar fuera de la caja, abrir nuevas puntas y hacer algo diferente. Correr el riesgo con todo lo que conlleva en la cadena creativa: que si es muy arriesgado, que quizá no lo entiende el cliente, que es demasiado “loco” para la audiencia, que y si no llega a objetivos, que producirlo es muy complicado, que hay que ver cómo se hace porque nunca se ha hecho antes... y así, una larga lista de pegas que van poniendo freno en vez de dar gas.
Y esto se aplica también sobre uno mismo en forma de autocensura. Y así, acabamos rebajando nuestras ideas antes de que nadie las toque. El resultado: algo que es creativo… pero no mucho. Lo justo para cumplir, pero no para impactar. Y ahí, en ese punto medio seguro y predecible, es donde se pierde lo más importante: el riesgo necesario para que una idea sea una gran idea.
Por eso, muchas veces, el problema es el ecosistema que la rodea. Hay entornos que no tienen cultura creativa, aunque presuman de que sí. No hay comprensión de los procesos. No se valora el pensamiento lateral. Y, sobre todo, no se confía en los profesionales, porque todo el mundo puede tener una idea. Y en parte es verdad. Pero en esos contextos, las ideas no se debaten para mejorarlas, se cuestionan para domesticarlas. Y cuando todo el mundo se siente con derecho a opinar, pero sin el criterio necesario, es fácil que las ideas se pierdan.
Claro, es complicado que todas las ideas que surgen de una cabeza lleguen a ser grandes ideas. Para eso hace falta tiempo, cariño y dedicación. Pero la sobreproducción a la que está obligado el sector exige tener más ideas en cada vez menos tiempo. Hace no tantos años, una marca lanzaba dos o tres campañas grandes al año; se les dedicaban meses, mimo, recursos. Ahora, con la generación de contenidos, los nuevos medios, la democratización digital... el consumo es mucho más rápido. Y eso también afecta a la calidad de las ideas. En ocasiones, debemos cambiar el rol y pasar de ser orfebres a ser una máquina de producción en cadena. Y eso hace que ideas que podrían brillar se queden opacas por la falta de tiempo, porque hay que pasar al siguiente hit.
Aparte de los factores subjetivos, también están los objetivos. Creo que es obvio que, desde hace unos años, la creatividad y las ideas se intentan juzgar con datos, para ayudar a tomar decisiones y medir su éxito. Vivimos en la era de la data, y el sector se ha volcado en informes, KPIs, prácticas de usabilidad en diseño, en copy, analíticas, sentiment, etc. Una tendencia que muchas veces, si no se gestiona bien, va en contra de la esencia de las propias ideas. Porque les resta libertad y las obliga a encorsetarse solo para que puedan ser medibles y dar buenos resultados en los informes. Lo que nació como una idea potente, acaba convirtiéndose, en muchas ocasiones, en un Frankenstein. Y se nos olvida que una buena idea, antes de mover miles de datos, tiene que moverte algo en las entrañas.
Pero bueno, hay algo que cada vez veo más en auge: la diferencia de percepción creativa entre generaciones. Cada vez noto más distancia entre lo que se considera una idea creativa según la edad, la cultura o incluso la plataforma desde la que se consume. Y eso no es ni bueno ni malo: es simplemente un cambio de paradigma.
Un Z puede emocionarse con un meme, un TikTok o un contenido de un youtuber que rompe formatos. Y eso también es creatividad, aunque a veces choque con lo que otras generaciones valoran como ‘bien hecho’. Narrativa, craft, giro de guion… todo depende del código que manejes.
¿En casos como este una idea vale más que otra? Tengo claro que no. Pero sí creo que, si quien decide qué se aprueba solo entiende uno de esos lenguajes, muchas ideas potentes se quedarán fuera. Por eso me hace pensar que una gran idea, en el contexto equivocado, no crece. No porque no tenga valor, sino porque no se le está mirando con los ojos adecuados.
Las ideas no son frágiles. Lo que es frágil es la confianza que tenemos en ellas. Lo que las hace frágiles es todo lo que las rodea, tanto objetiva como subjetivamente. Y por eso, más que protegerlas, lo que hay que hacer es creer en ellas. Enamorarse más. Defenderlas mejor. Y no olvidarse nunca de por qué las pensaste en primer lugar.
Porque si tú no crees en tu idea, nadie más lo va a hacer. Pero si tú la ves clara, si te emociona, si te hace click en el estómago y empujas por ella, no habrá KPIs, informe, generación, miedos ni tiempo que puedan con ella.
Samantha Gunn y Lorraine Gallard
Directora creativa y senior creative producer en Plastic Pictures
David Lynch dijo una vez que “las ideas son como peces”. Si quieres pescar un pez pequeño, quédate en la orilla. Pero si vas detrás de algo grande -algo que realmente valga la pena- tienes que adentrarte en lo más profundo. Lo que Lynch no mencionó es que, una vez que atrapas esa gran idea, tendrá que enfrentarse a una tormenta de reuniones, aprobaciones, KPIs, stakeholders, CEOs, CFOs, CMOs… y quizás hasta unos cuantos encantadores de serpientes que no saben pescar, pero son expertos en vender agua del grifo como si fuera champán.
Seamos sinceros: antes la creatividad lideraba; hoy las ideas tienen que bailar al son de los presupuestos, las guías de marca y los clientes que quieren “algo disruptivo, pero seguro”, “innovador, pero sin riesgos”. Y es que en este mundo, no gana la mejor idea, gana la que mejor se vende. En este juego, las ideas importan, sí, pero también importa quién las defiende y cómo las vende.
Entonces, ¿cómo se protege una idea de acabar convertida en un Frankenstein, diluida o, peor aún, olvidada antes de nacer? Para nosotras las creencias y la cultura de Plastic Pictures son algo muy personal. Las hemos integrado en todo lo que hacemos, porque sabemos que la verdadera creatividad empieza con claridad – claridad de proceso y claridad de visión. Cada idea que damos forma juntos debe ser pionera, perspicaz y persuasiva. ¿Destaca? ¿Invita a la audiencia no solo a jugar, sino a quedarse? Algunas de las mejores ideas lo logran por su naturaleza; así están pensadas, y eso es lo que las hace brillantes. ¿Resuelve el reto del negocio, está basada en un insight real? Cuando una idea nace de una necesidad, y no del ego, se vuelve más fuerte. Es más resistente. Soporta mejor el escrutinio. Se vende con más facilidad y vive más allá del papel. Y será persuasiva porque contar historias es poderoso. Las historias mueven a las personas y las ideas más potentes no deberían solo captar atención, sino inspirar conexión o acción.
Pero no vamos a mentir: incluso si logras venderla bien y ganar el gran premio, a veces el logo sigue acabando más grande. Eso no ha cambiado.
Y sin embargo, en un mundo donde todo el mundo cree saber de todo – donde las herramientas y plantillas hacen que todo parezca engañosamente fácil – vale la pena recordar que la creatividad no es magia. No es instantánea. No es automática. Es sudor, técnica y oficio. Y las buenas ideas – las valientes, las que dejan huella – siempre encuentran su camino. Aunque tarden un poco. Aunque cueste más de lo que te gustaría, porque seamos honestos, las grandes ideas siempre requieren esfuerzo, siempre requieren ir más allá.
Así que sigue pescando. Ve profundo. Cuida y alimenta las ideas. Lucha por las que importan. Y si al final el logo acaba más grande… que al menos se apoye sobre algo que realmente valga la pena.
Tania Riera
Directora creativa ejecutiva en Ernest
Cuentan que en los pasillos de las agencias, en una época no tan lejana, se cernía una sombra aterradora. Era la de un gran cajón. Un cajón enorme, misterioso e implacable. Nadie sabía cuando aparecería, pero lo cierto es que tenía un poder temido por todos: atrapaba ideas. No eran ideas cualquiera. Muchas eran brillantes, ideas con mucho trabajo y esfuerzo detrás, ideas de todo tipo: grandes campañas, acciones especiales, titulares, muchos titulares, y direcciones de arte elegantes, finas y minimalistas. Había ideas de PR, promociones, alguna con la capacidad de hacer el mundo mejor incluso. Había ideas creadas por becarios entusiastas, otras por creativos veteranos y muchas de juniors ilusionados. Pero cada vez que alguien suspiraba un "es que nunca me compran nada" el cajón crecía haciendo sitio para más y más ideas atrapadas.
“El temido cajón, como todo malo de cuento, tenía a un poderoso enemigo. Su mayor temor era la fuerza de todo el equipo, la unión, las manos que convertían ideas en realidades. Las cabezas que hacían campañas posibles. Los equipos que empujaban para que esas ideas no se quedaran atrapadas, la tecnología que les abría camino para que no pudieran ser ignoradas” Tania Riera (Ernest)
No solo se alimentaba de ideas, sino también de pequeñas dosis de desmotivación, esas que se cuelan sin que nadie se dé cuenta. Y es que con cada desaliento perdíamos un poco de fuerza para proteger a nuestras ideas de aquel terrible gran cajón.
El cajón no distinguía calidades, no le importaban los años de experiencia o los premios que hubieras ganado antes, su maldad era bastante democrática: a todos les robaba algo. Tiempo, energía, ganas. Y una vez dentro, las ideas podían quedar atrapadas mucho mucho tiempo, a veces para siempre incluso.
Pero en una pequeña agencia independiente, una de esas donde todo se cuestiona y desafía, alguien dijo: “Ese cajón lleva años robándonos las ideas, pero seguro que hay forma de sacarle por lo menos nuestra motivación”.
Otro compañero que pasaba por allí propuso abrir el cajón, aunque fuera solo un resquicio. Porque la motivación escapa por la más mínima rendija. Y así lo hicieron. Se juntaron. Creativos de todas las edades y cargos, unidos en una sola misión. Y cuando lograron forzar un pequeño hueco, la motivación salió disparada volviendo a cada uno de ellos.
Entonces lo entendieron todo: las ideas seguían dentro, sí, pero estaban intactas, eran buenas, eran suyas y estaban muy cerca. Si juntos habían logrado liberar la motivación, ¿por qué no proponerse rescatar las ideas?
Un creativo junior se atrevió a preguntar: “¿Y si hacemos un plan?”. “¡Avisemos a cuentas y estrategia!” -respondió otro- “Ellos son expertos en trazar caminos y quieren recuperar esas ideas tanto como nosotros”.
Así comenzaron a organizarse. Un plan con distintas fases, objetivos, bien organizado en un excel y presentado a todos en una ppt muy visual. Cómo unir estrategia y creatividad para sorprender al cajón? Cómo fortalecerse como equipo para que, al acercarse, ya no fueran presas fáciles, y pudiesen agarrar bien sus ideas?
Producción se sumó y comenzaron a construirse objetos mágicos, artilugios casi imposibles, capaces de debilitar los cierres del cajón y abrir nuevos accesos. Fueron muchas las aventuras: cuentas, estrategia, creatividad, diseño, producción, finanzas, comunicación, tecnología… Todos empujando hacia una misma dirección. Hasta que un día, sin saber cómo, notaron que ese cajón ya no estaba tan cerrado. Algo había cambiado. Y más importante aún: ya no se abría tan fácilmente como antes, parecía estar perdiendo fuerza para absorber ideas, o quizá ¿eran las ideas las que estaban ganando fuerza?
El temido cajón, como todo malo de cuento, tenía a un poderoso enemigo. Su mayor temor era la fuerza de todo el equipo, la unión, las manos que convertían ideas en realidades. Las cabezas que hacían campañas posibles. Los equipos que empujaban para que esas ideas no se quedaran atrapadas, la tecnología que les abría camino para que no pudieran ser ignoradas.
Y así, en un rincón del mundo publicitario, nació una leyenda: la de quienes se atrevieron a desafiar al temible cajón… y descubrieron que la fuerza más poderosa para proteger sus propias ideas había estado muy cerca siempre.
Este contenido forma parte de nuestro Especial Creatividad 2025, un informe mucho más amplio publicado dentro del número 523 de la revista quincenal de El Publicista (correspondiente a la segunda quincena de abril). Hazte con un ejemplar, tanto en versión impresa como digital, en nuestra tienda online