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Mañana también será pasado

por Xurxo Torres

Apenas superadas las listas de 2022 llegan los augurios de 2023. Parece claro que somos una sociedad en conflicto con el instante y con vocación escapista. En términos de comunicación esta desubicación constituye un reto mayúsculo; el aquí y ahora representa un blanco difícil de acertar, la tendencia es tan inestable como efímera, la conciencia, versátil como el agua que se filtra sin mostrar su procedencia y el compromiso, un eco de cuando la palabra dada tenía un sentido más allá de lo estrictamente estético. Y aun así la comunicación sigue representando la vanguardia de nuestra humanidad, especialmente en tiempos como los actuales donde prevalecen las mentiras veraces -las llamamos posverdad- sobre las dudas razonables.

Mientras que en el proceso evolutivo las mutaciones se producen de manera lenta y mesurada en la revolución los efectos secundarios son evidentes y superlativos. La revolución de nuestra Era es tecnológica y cuenta con un gran acento en comunicación. Superficial. Somos dependientes de una ciencia y una tecnología que no entendemos. Somos poco más que primates aporreando teclados, reiniciando sistemas, sobrexpuestos a una información global en tiempo real. En cuestión de horas, un adolescente contemporáneo se ha relacionado con más realidades de las que nunca conocería un ciudadano del siglo XIX.

El problema de esta sobreexposición está en el vértigo de usuario. Ante la incapacidad de entender el porqué de esa ciencia la convertimos en un simple receptáculo de creencias. Las creencias no están basadas en evidencia empírica y contrastada. De hecho, en ese escenario de sombras, la evidencia -incluida la científica- se convierte en una realidad molesta que debe ser cuestionada por sistema. La desesperada necesidad de “creer” con la que nuestra sociedad enfrenta el fenómeno comunicativo 24/7 es la base de la mentira que nos rodea. La mentira se sirve de los mecanismos comunicativos, pero evidentemente no representa la comunicación que asociamos con progreso y desarrollo. La mentira representa un dogma de fe basado en la repetición, en la letanía de quien intenta derrotar a la verdad por insistencia.

La hiper conexión facilita los ciclos productivos: ahorra tiempo y maximiza la actividad. Sobre esa arcadia ideal construimos la ficción de una comunicación que optimiza la existencia y dispara exponencialmente las relaciones. Tenemos más tiempo para nosotros. Tenemos miles de contactos. Entonces ¿por qué nos aburrimos? ¿por qué nos sentimos solos?

El aburrimiento se ha convertido en el terror cotidiano de una sociedad infantilizada. El aburrimiento es una señal de que invertimos demasiado tiempo en una actividad. Dormir es aburrido. Pensar es aburrido. Amar es aburrido. Pero sobre el sueño, sobre el pensamiento y, por supuesto, sobre el amor hemos levantado grandeza. 

La comunicación es un proceso orgánico que entrelaza biología, razón y emoción. En las sombras de la revolución tecnológica, los primates usuarios hemos decidido que vivir es aburrido. Y como el aburrimiento se combate con novedad nos hemos especializado en la búsqueda de estímulos cortos, placenteros, ganadores. Lo hemos envuelto convenientemente y hemos concluido la impostura afirmando que la felicidad es eso.

En la declaración de independencia de los Estados Unidos de América se afirma que todos los Hombres son creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. La paradoja del mundo moderno que inaugura esa declaración se apalanca en dos anomalías. La primera es la que confronta la felicidad con la igualdad. 
 
La persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo bueno rara vez lo hace de forma colectiva y continúa en el tiempo. La felicidad rara vez es igualitaria. Y esa búsqueda exclusiva de la felicidad nos lleva a la segunda anomalía: la soledad.
 
Por supuesto cabe la perspectiva de ser feliz con la felicidad de otros. Pero esa buena predisposición no es norma en nuestro mundo. A diferencia del egoísmo que sí lo es. Ese egoísmo que tendemos a camuflar -confundir incluso- con la soledad. 

 

 

“La comunicación siempre ha sido un elemento de estrés para cualquier estructura de poder. Por eso nuestra historia apoya una de sus patas en el control comunicativo”

 

 

Aldous Huxley lo expresaba así: Vivimos juntos y actuamos y reaccionamos los unos sobre los otros, pero siempre, en todas las circunstancias, estamos solos. Para el autor de un Mundo Feliz la soledad impregna la socialización, le da una explicación y una lógica operativa. Existen variaciones sobre el mismo tema. Por ejemplo, Conrad en El Corazón de las Tinieblas lo expresa de este modo: Es imposible transmitir las sensaciones vitales de cualquier momento dado de nuestra existencia, las sensaciones que le confieren veracidad y significado, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos.
Para Conrad la soledad se dibuja por la limitación de expresar con palabras la complejidad del ser. No se trata de una realidad inherente a la sociedad como sucede con Huxley. La soledad de Conrad es aquella que nace de la incapacidad de transmitir, de comunicar adecuadamente. En cualquiera de las dos perspectivas, existe una imposibilidad buscada o impuesta para relacionarse y romper de manera eficaz la burbuja del yo para transitar hacia el nosotros.
La naturaleza de la comunicación es pues atacada desde múltiples perspectivas. Tenemos la creencia que la ataca pervirtiendo las palabras. Ejemplo: las vacunas son malas porque inoculan el mal y, aunque puedan tener una apariencia positiva nadie te cuenta el verdadero alcance de sus efectos negativos colaterales. Tenemos a la hiperconectividad que amenaza el proceso comunicativo con la saturación como exponente de ruido constante: todos los efectos especiales que sean necesarios para que no te aburras. Tenemos a la felicidad que se presenta como garante de una vida plena, pero desde una exclusividad tan extrema que cuando la rascas deviene en soledad.

¿Qué comunicación nos queda?  La del amor. Sin duda. La que se compromete con el sentido de la palabra, con su verdad. Esa comunicación perdura porque no genera decepción. Es la comunicación que aprecia la pausa y el silencio. La que pone en valor el aburrimiento como preámbulo inevitable de la creatividad. 
Esa comunicación no se limita a repetir procesos, los enriquece, los evoluciona y evoluciona con ellos. La comunicación que nos queda es la que enriquece la vida, no la que la simplifica en busca de una felicidad de dudoso acabado. La comunicación real, la que se sustenta en palabras que tienen peso, sabe que para reír bien hay que saber llorar, que para sentir la magia del amor hay que purgar un sinnúmero de desamores, no dibuja mapas binarios de bien y mal, modula con delicadeza, empatía y mucha sensibilidad las imperfecciones que nos hacen únicos e indescifrables. Tan naturales como artificiales son las inteligencias de las máquinas en las que ahora decidimos delegar nuestro futuro. 

Mañana. Mañana también será pasado. Y posiblemente ese ejercicio de humildad es algo incompatible con la comunicación tal y como la interpretamos ahora. Una comunicación que adolece de toma de tierra y que sustituye el principio filosófico por el análisis del dato. No lo compagina, lo sustituye. Una comunicación llena de esteroides emocionales, pero carente de sentimiento. Una comunicación de fácil digestión, pero poco nutritiva.  Hay todo un camino por recorrer. Es apasionante. Es difícil. Lo necesitamos.  

El siglo XX fue el siglo del periodismo, la propaganda y de la publicidad. El XXI lo será de la conectividad. Pero ninguna de estas acciones: informar, propagar, publicitar o conectar definen por si solas el sortilegio comunicativo. No basta con difundir, ni siquiera con llegar, es necesario convencer y hacerlo de manera consistente y prolongada en el tiempo. Es apasionante. Es difícil. Lo necesitamos.

La comunicación siempre ha sido un elemento de estrés para cualquier estructura de poder. Por eso nuestra historia apoya una de sus patas en el control comunicativo. Parecía que las redes sociales inauguraban una nueva senda de apertura comunicativa. Lo fueron, lo serán, ahora viven en el entretiempo de intentar ser controladas bien por trucos de magia como la realidad virtual bien por proclamas de una libre expresión sostenida en el anonimato de sus más perversos usuarios. 

Acabo. No lo hago solo. Soy parte de ese todo que Carl Sagan definía como polvo de estrellas. Polvo de estrellas que contempla estrellas. Un universo que comprender. Un universo que comunicar. Pero siempre desde la humildad de esa partícula que enerva, seduce y enamora al sistema complejo del que forma parte. Nunca nadie dijo que fuera fácil. 

Imagen cabecera: Unsplash

 


Xurxo Torres es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Cuenta con 35 años de experiencia profesional. Como periodista trabajó en medios como Atlántico Diario, RNE, Diario 16 de Galicia, TVE y La Voz de Galicia. Como consultor formó parte de los equipos directivos de Llorente & Cuenca y Sanchis & Asociados. En 2003 crea junto a Paula Carrera, su propia consultora: Torres y Carrera, que actualmente sigue dirigiendo. Es uno de los profesionales más premiados del sector: en 2018 la publicación americana PRNews lo incluyó en el Top50 mundial de los Game Changers of PR y suma seis GWA IPRA, considerados los premios Oscar de la profesión. Ha liderado diversos proyectos de investigación sobre temas como el impacto de la comunicación en el tejido productivo, el alcance de la revolución digital en los procesos de relación social o la génesis y desarrollo de los bulos. Como escritor tiene tres novelas publicadas (‘La noche americana’, ‘La niña del Mundo’ y ‘El Horizonte de la Reina’, ésta última coescrita con el periodista vigués Alberto Alonso) y dos libros de divulgación: ‘Comunicación y competitividad’ y ‘En tiempo de dragones’